COCAUSH

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Mi pequeño Axel no sabe hablar más allá de decir algunas palabras sueltas mal pronunciadas.

Sin embargo, honrando los genes de su madre, eso no es impedimento ninguno para que él vaya chapurreando a todas horas conversaciones incomprensibles con nosotros, con los gatos, con sus juguetes, sus libros y hasta consigo mismo.

Mi hijo no se calla ni debajo del agua.

Los de su entorno hablamos español y catalán. Axel «habla» un idioma propio en el que se identifican palabras que quieren ser y se parecen a las de las lenguas que oye, pero también otras ininteligibles de su propia cosecha. Todas fluyen y se mezclan en algo que podríamos llamar frases, recitadas con entonaciones, ritmos y cadencias familiares.

Como sea, nos comunicamos sorprendentemente bien con él.

El caso es que Axel tiene varios «vocablos» inventados que reconozco porque los dice con frecuencia, pero que no significan nada ni se identifican con ninguno de los nuestros… o eso creía yo.

Hace poco he descifrado, con una mezcla de emoción y asombro, una de esas «palabras» recurrentes de mi peque que yo creía que no tienen sentido. Pero resulta que, al menos esta, sí lo tiene: mi chico está tratando de usar nuestro lenguaje cuando la dice.

Tras semanas oyéndole repetir algo que él pronuncia como «cocaush», y pensando yo que eran balbuceos al azar; hace unos días me fijé en que suele decirlo cuando corre, se tambalea, juego con él a hacer como que se me cae de los brazos o lo pillamos a punto de hacer algo peligroso que alguna vez le hemos dicho que no haga.

En una de estas en que lo dijo justo al caerse de culo, comprendí: «cocaush» no es una palabra inventada, es el intento de mi peque de repetir la advertencia que, deduzco, se está convirtiendo en una de las frases que más veces está oyendo últimamente: «que caus!» («¡que te caes!» en español).

Y es que hace poco que mi cachorro ha descubierto la alegría del andar, la libertad del correr, la diversión de subir escaleras con brazos y piernas como quien trepa un muro y la dignidad de la rebeldía cuando frustro alguna de sus prácticas suicidas de parkour, cogiéndolo por los sobacos y llevándomelo en volandas, mientras chilla y patalea en el aire.

Os podréis imaginar…

En su frente conviven chichones con diferentes días de edad y en mi corazón, pinchazos de distinta naturaleza: los del susto y los de la emoción, porque su entusiasmo es contagioso y provoca una alegría infantil en mí.

Axel no para quieto y me obliga a seguir su ritmo extenuante yendo tras él cohartando su despreocupación con amenazas (¿tan pronto me toca hacer de mala?): «Axel, que caus!».

Y a veces, se detiene unos segundos tras un golpe, me mira y dice «cocaush» mientras se frota la cabeza… pero al momento, vuelve a entregarse a la aventura de explorar el mundo como sólo alguien que descubre algo maravilloso cada día es capaz de hacerlo: con hambre y sin miedo, sin importar cuántas veces se caiga.

Qué bonito es volver a disfrutar a través de un hijo del asombro y la emoción que traen los grandes logros de la vida (pero los grandes de verdad, como conseguir mantenerse en pie, comer con tenedor sin ayuda o beber agua con pajita).

Y qué bonito, también, ver cómo se cae y aprende.

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