
Pocas cosas en el mundo me producen la tristeza que consigue provocarme un Playmobil calvo.
Es que ni de pequeña, con los míos; ni ahora, con los de mi hijo, he podido soportar jamás que se me pierda el pelucón de un Playmobil.
Porque un Playmobil calvo es la representación de un humano con un agujero en la cabeza que me mira sonriendo.
Y a mí me angustia esa sonrisa tan naíf en alguien que tiene un puto agujero en la cabeza, en una cabeza vacía de sesos.
Tengo ahora a este desdichado en mi mano, totalmente dependiente de mí. Y no soy capaz de tirarlo, pero me molesta su existencia.
Le tengo compasión y me repugna, ambas cosas.
Bueno, le tengo más compasión, la verdad, por eso no lo tiro…
Y, de repente, me siento triste y quisiera abrazar a todos los descerebrados del mundo.
Yo quiero llorar y abrazar a este maldito Playmobil calvo, por si acaso los muñecos tuvieran un corazón que no comprendemos ni somos capaces de percibir.
Terrible, de pesadilla.