De música, de insomnio, de amor

Axel es difícil para dormir; como lo ha sido siempre, desde bien pequeña, su madre.

Anoche fue Adrià quien, en un principio, se encomendó a la santa misión de dormirlo; pero cayó en combate (no puedo decir que con honor) al ser el primero en dejarse abrazar por Morfeo.

Mientras tanto, el insomne rebelde canturreaba tumbado boca arriba con una pierna flexionada y, sobre ella, balanceando el pie, la otra.

«Esta es mi guerra», me dije yo al oír sus cánticos desde fuera de la habitación. Luego, entré en el campo de batalla y, arropada por la oscuridad, me deslicé dentro de la cama.

Abracé y besé a mi adorado y adorable enemigo, le acaricié la cara y mandé a mi cuerpo formar en cucharita para el ataque.

—¿Te canto un poquito, amor?

—Vale.

Empecé a sacar mi arsenal: canciones de todos los géneros, canciones dulces, melódicas; a veces canciones tristes con las que lo llevo durmiendo desde que nació. La verdad es que la desesperación de noches interminables vividas a lo largo de cuatro años ha logrado que reúna un repertorio amplio y de lo más variado.

Recordé la ternura que me sobrepasó aquella madrugada cuando, siendo muy bebé, me pidió que le cantara «la canción de los besos» (… A pesar de otros besos, quizás, Gwendolyne…) y decidí recurrir a la artillería pesada.

Y entonces…

—Mami —dijo, con voz entrecortada— … Mami, estoy llorando.

—¿Por qué, mi amor? —respondí yo, sorprendida y algo preocupada.

—Es que es tan bonita…

La primera vez que me permití creerme del todo que Axel se formaba dentro de mí fue cuando vi el borrón que él era moverse en un monitor y oí su corazón latir. Pasó en la consulta de un ginecólogo, pero yo me sentía en otro planeta.

Experimenté un sentimiento tan dulce como extraño e inverosímil, y la mejor manera que encontré entonces para explicarlo fue esta comparación: imagina que descubres que hay vida extraterrestre. No bacterias, organismos unicelulares ni nada de eso; sino seres parecidos a nosotros, antropomorfos.

Aunque creas en los extraterrestres; imagina el desconcierto y la emoción de ver uno, de comprobar por ti misma que es real.

Volví a sentir eso algunas pocas veces más.

Por ejemplo, una de esas noches en las que yo le cantaba y además le daba el pecho, cuando él todavía ni sabía apenas hablar, y durante unos segundos acompañó mi canto tarareando el estribillo de Eternal flame sin sacarse la teta de la boca.

Cuando lo vi dar sus primeros pasos también lo sentí.

Y anoche fue la última vez que me embriagó esa emoción que de verdad que no sé definir mejor. Yo ya sabía que mi hijo es muy sensible a la música, también que ha nacido con talento para la misma, pero qué emotivo y emocionante fue hallar una evidencia tan bella.

—¿Quieres que pare, mi vida?

—No, mami, quiero que sigas.

Mi pequeño Axel se acurrucó aún más contra mí, agarró mi mano para llevársela a su pecho y siguió sollozando en silencio, mientras yo le cantaba y acariciaba su carita mojada, hasta quedarse dormido.

A menudo los hijos se nos parecen, así nos dan la primera satisfacción, decía Serrat.

Mi hijo es difícil para dormir, como su madre… Pero, también como ella, vulnerable a los poderes y a la belleza sobrenatural de la música.

Y yo no puedo evitar que eso me haga exageradamente feliz, incluso cuando de sobras sé que, además de muchas alegrías, ese extraño don también va a traerle momentos de intensa melancolía y tristeza.

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