Estoy distraída, esperando a que un semáforo se ponga en verde, cuando oigo ese ruido ajjjjqueroso de un gargajo de esos de arrancar sustancia siendo escupido a la acera.
En un acto reflejo, giro la cabeza con expresión de horror y le veo a él: ese tipo de unos cincuenta y muchos o sesenta y pocos bajito, delgado, enjuto, de cara curtida y estropeada, con pelo pobre pero algo más largo de lo que consideraríamos corto y engominado p’atrás; con su chaqueta de piel marrón con el cuello levantado, sus pantaloncitos estrechos y sus zapatos lustrosos acabados en punta.
Un anuncio de Barón Dandy, vaya.
Me he quedado picueta porque no sabía si decirle guarro o aplaudirle, mientras él ha cruzado, cuando aún estaba en rojo y dejándome boquiabierta en la acera, andando con más flow que Snoop Dogg en un puticlub y balanceando el brazo de la mano con la que sostenía el cigarro que ni Joaquín Cortés bailando un olé.
Me habría apostado la merienda a que lleva la cara de un Cristo con la corona de espinas tatuada en la espalda y a que alguna vez se ha batido en un duelo a navaja.
Yo, a estos, los declaraba especie protegida.
Qué arte (underground, pero arte).